20090113

EL DIARIO DE LAS PASIONES Y LOS VICIOS




A todos los presos en esta ciudad del bullicio y el silencio
AiMe.


A la melancolía y al alivio de saber que pronto
renunciaremos a conocerlos y a comprenderlos
Italo Calvino

Hoy se cumplen 10 días de viajar en transporte público. He aprendido su olor, a leer en los rostros de la gente, lo que dice una mirada que se marchita y cae deshojándose en la mía, aprendí a ver más allá de lo que se ve a través de la ventana atrancada de un autobús que en su ruta trasporta almas, vidas y la respiración de un grupo que se congrega para viajar, del que yo no se su destino.
El autobús tiene su ronroneo al que me he acostumbrado. Las últimas mañanas han sido grises, y yo no espero nada, con los meses, las semanas y los días aprendí en el corazón que la vida no ofrece mucho, que nunca se va más allá de a donde nos llevan los pasos.
Es fácil viajar con otros, tal vez 15 0 20 minutos, mirar el paisaje destartalado de la Zona Centro mientras el camión abre caminos con su bostezo perezoso. A veces creo encontrar un “pequeño brillo” de esperanza en los ojos desilusionados de los pasajeros, pero está muy lejos de ser una realidad. Es sólo la luz que se cuela por las rendijas polvorientas de las ventanas cerradas, que apenas dejan pasar pequeños hilos delgados y grises de sol. Todos llevamos caras largas, chamarras pesadas por el frío, pasos titubeantes, incertidumbre en los huesos, no tenemos un “buenos días”, la sonrisa se quedó en la parada anterior del otro día, en las caras ilusionadas de los enamorados que, como vacas, retozan en el parque Teniente Guerrero.
Un joven con pelos enmarañados canta, toca la guitarra desafinada, igual que su voz, algunos le damos unas monedas, yo lo hago quizás por agradecimiento, dos canciones y no pienso, dos canciones que evocan a mi abuela guisando en su cocina, el patio viejo, la fuentecilla al centro que se secó después que murió el abuelo, ahí entre las macetas de geranio dejé atrás mis juegos de niña; el árbol grande de jacarandas donde ya no cuelga el columpio.
Sube al autobús una señora con sus niños, llevan mochilas muy pesadas, parece que cargar tantos libros es la penitencia con la que se paga el estudio gratuito y laico. Un supuesto sordomudo reparte estampillas de santitos, las vende a cinco pesos, a mi me toca de San Martincito, el negrito aquel que cuidaba y amaba a los animalitos. Por eso se convirtió en santo. Y ahora que ya no está, nadie cuida a tanto perro callejero, por eso andan pululando por los puestos de tacos, y muchos otros muertos en los camellones que llevan a Playas o al Mariano Matamoros. Le doy los cinco pesos y leo la oración que viene al reverso. Miro por la ventana, la Zona Centro es surrealista. Contemplo la ciudad, es libre, no le preocupa la razón, la moral, la estética, sólo se expande y comienza a latir con su propio ritmo, sin pedirle permiso a nadie, es caprichosa los sábados, los lunes pachorruda; los jueves intensa, el día de pintores y poetas, jueves para la cultura cuando nos agrupamos y hablamos de nuestros grandes proyectos y soñamos como niños con haber encontrado el hilo negro. Los viernes la ciudad cuando es de noche, no duerme, deambula. A veces me involucro con ella y camino con los poetas hasta que se acaban mis zapatos, las banquetas no son uniformes, están llenas de hoyos, igual que el pavimento, hay charcos de aguas negras estancadas, indigentes que buscan acabalar sus 100 pesos para el piquete diario, niños que extienden la mano por una “cora” o un peso, tiendas que exhiben lo que no puedo comprarme con mi salario. Señoras “nice” que ven la ciudad a través del vidrio blindado de su carro bonito, y yo, sólo camino con las manos en los bolsillo y el corazón despierto. Compro unas cervezas en el barecito misterioso a donde voy con el abuelo Pancho, en la barra algunos gringos desbalagados toman cerveza y ven el béisbol, y en la rocola no tocan mi canción, alguien pone boleros, tríos y hasta algunas rolas de Jim Morrinson, la dueña del “Dandy” nos regala cacahuates, nosotros los pelamos, yo no me los como, el sábado que Elmer Mendoza presentó su libro, nos preparó tamales nos los sirvió con gusto, brillaban sus ojos verdes y pequeños cuando le autografió el maestro su libro, no le cobró caro. Yo mejor me voy a otro bar. a lidiar con otros borrachos. En "La Roca" tienen la vieja canción con la que recuerdo la que me hace mover los pies, mientras los jueves de carne asada la Araceli me dice: ¿mija donde dejaste al viejito de sombrero? Se me van las horas en un tarro michelado, cuando salgo ya no hay luz y yo no llevo cuenta del tiempo. Por la avenida hay grupos de mariachis esperando a los novios desencantados, que alcoholizados llevarán serenata a la novia, y muy desentonados cantarán con bríos: novia mía, novia mía, cascabel de plata y oro tienes que ser mi mujer, brillan mis ojos y también el semáforo en rojo, me lleno de suspiros por todo lo que no ha sucedido, por lo que no he hecho, y por lo que no me atrevo, compro semillas de calabaza al viejecillo simpático con camisa de franela a cuadros y manos con surcos y dedos fuertes y tiznados, las guardo en el bolsillo de mi abrigo viejo, en la siguiente esquina se las regalo a un niño que hace malabares frente a los autos, con él hay un hombre que escupe fuego, lo reinvento, lo recompongo, lo reinterpreto, pensando que el fuego que sale de su boca son sus reclamos, y como profeta de los tiempos bíblicos, con llamas rojo intenso abre la boca diciendo de sus penas, su falta de oportunidades, reclama una cama limpia, un plato de sopa que le caliente el alma y también el estómago. El pequeño malabarista con cara blanca y grandes labios que dibujan una sonrisa en rojo , bien pudiera ser yo, tú, ellos, nosotros y aquellos, que hacen verdaderos circos maromas y teatro para sobrevivir con el salario mínimo. Maquillarse para mostrar buena cara al público las 8 horas de trabajo frente al mostrador o la caja registradora, sonriendo, contando muy bien el cambio, preguntando ¿ “encontró todo lo que buscaba”? y yo quiero responder que no. Preguntar a la sonriente cajera del supermercado ¿la esperanza, el amor, las ilusiones, en que pasillo los encuentro? Pero me quedo silencita, no pronuncio la pregunta del millón seguro me dirá que en el departamento de congelados. Meto mis devaluados pesares y pesos en mi monedero, cargo en las pesadas bolsas de plástico amarillo, kilos de cebollas para seguir llorando. Y es entonces que reflexiono poco, y escribo que a veces la ciudad es triste, como yo, a veces la ciudad transpira llanto, como yo, a veces en la ciudad no encuentras flores, como yo, a veces... la ciudad sonríe, enseña sus enormes dientes blancos y de un sólo mordisco te arranca el corazón que latía asustado, y en el hueco que queda te siembra, lunas azules con frío y mas miedos. A veces la ciudad, con esos enormes dientes afilados, te arranca las uñas y tu ya no puedes escarbar al interior, te pierdes, naufragas en laberinto interno donde sólo buscas sin saber qué estás buscando…Y el hombre de gorrita de poblano, que vende elotes en su carrito pequeño, no tiene las respuestas, la mujer de falda ajustada a su trasero redondo y orondo tampoco, y en las farmacias que abundan por estos lados no se pueden encontrar soluciones ni curas para el desencanto, solo viagra para los optimistas que aun buscan el amor, a sus años, y con los años, farmacias con el remedio para la gripe aviar y vitaminas para niños del tercer mundo. Es entonces que una sabe que ya no es hora de hablar, que llegó la hora de los gritos, de convocar con coraje al sol, pagar una inserción en el periódico para reclamar al procurador por el asesinato del espíritu, es momento de no salir de noche, es hora de esperar en las esquinas el día, de conjurar el sol, el olor a frutas, la ropa limpia, sábanas blancas y buscar nuevos caminos por la libre pintada de rojo, con el aliento limpio , que no sea de limón, sino dulce, de miel, de higos, de dátiles; de abrir una botella de vino bajacaliforniano, beberse su olor, dejarlo que invada la boca y la garganta, disfrutar el rojo de las uvas maduradas, aspirar el olor a madera donde reposó por años… el vino y la espera, y yo que espero y no me desespero. Decido abrir la ventana, correr las cortinas y tomar el sol naranja fresca. Poner membrillos sobre la mesa, escuchar aquella canción que nos cantaron cuando niños, y esperar con el té caliente y humeando a que llegue aquello que espera el corazón, recordando que ahí, donde está el corazón, está nuestro tesoro, que cuando abra el diario encontraré la misma nueva vieja historia de todos los tiempos, que no cambia el sol y sus ropajes, que la luna siempre sale después que duerme al sol, que las estrellas tiritan a lo lejos, y muy lejos, que el frío se encona en las noches, que la distancia la pongo yo. Que no estoy cansada, sino que estoy viviendo. Mañana mis dedos escribirán otra historia, el autobús tendrá el mismo rugido y como dragón medieval lanzará humo sofocando la ciudad y mis pensamientos. Suspiro recordando a Ricardo Serato con aquella canción diciendo: En Baja California Tijuana te espera.... yo no espero... Duermo, camino, corro, lloro, me detengo y recuerdo. El viaje a mi interior dentro de un autobús público.

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